jueves, 2 de febrero de 2012

Hoy he soñado con Venezia y, de repente, al despertar, te echaba de menos. Corrí desnudo hasta la ventana y lo vi. Era París aún sin inundarse. Me inundé. Me inundé un poco. Y te eché de menos mientras la cafetera absorbía el agua y soplaba el olor de los despertares. Sobre la mesa dos tazas. Un cigarro blanco y larguísimo que chupé hasta que la lluvia acabó con las aceras. Venezia, vestida de verde, tenía la pinta de tus ojos hechos con la madera húmeda de los muelles.
Esta mañana te echaba de menos. No durante la noche. No después de las once. Pero te echaba de menos. Y es que en mi sueño éramos dos barcos que no pueden encontrarse sino en el final del océano. El final del océano. Como si no supiésemos que una pelota nunca se termina y no hay horizonte sino espejismo. Dos barcos enormísimos y vacíos vagando por encima de las olas, por debajo de las tormentas. Dos nubes que vienen al centro de todo a morir, como las gaviotas. Dos silencios simultáneos, dos gotas que se despegan del pretil y caen al agua, y dejan de ser dos, y dejan de ser gotas. A ver… en mi sueño no te echaba de menos, cómo explicarlo, pero sí al despertar, cuando vi que las cortinas conocían el frío y había bajo la manta una zona, una espesura, un sitio vacío más oscuro que la noche. Te eché de menos por la mañana, bien temprano, antes del café, antes de ver que París no era Venezia y aquellos dos barcos se habían perdido por los canales y no eran capaces de encontrarse. Ni siquiera de buscarse. Incapaces. Dos barcos reptiles que apartaban el agua. Dos barcos que se fueron hundiendo con el paso de los minutos desde el momento que abrí la ventana y te vi, en el edificio de enfrente, lejos de Italia, con el hombre y el vestido que siempre te mereciste.


Las ideas se van consumiendo,
y tu te vas apagando...

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